Toda su vida fue un esfuerzo para la perfección, sólo tratando de ser perfecto. No podía decir que vio su vida pasar frente a sus ojos, ni que vió los ojos de su madre, nada más que una negrura y un dolor punzante. Y a los últimos segundos, tan solo se alcanzó a llamar imbécil por haber vivido un cliché forzado que no le pertenecía, hizo felices a sus padre pero no a sí mismo, ellos lo recordarían como un chico ejemplar pero él se decepcionaría, no vivió su vida sino que la del resto, y ahora quien tenía que cerrar los ojos sin poder decir que vivió felíz era él.
Sin duda, al principio no podía creer que volvería a despegar las pestañas, estaba muerto, lo sabía con seguridad, quizá y para un cristiano sería el bendito paraíso despertar luego de morir; pero él no creía en esas mierdas, así que lo contrario a lo agradecido estaba infernalmente confundido y para empeorar la situación, una luz que maldijo incontables veces le cegaba. A tientas y volviendo a cerrar los ojos para no quedar ciego, se incorporó y sintió las piernas temblar.
Se aplastó los párpados con sus dedos y soltó un gruñido. Un pequeño tintineo y unos susurros llamaron su atención y luego sintió que el apoye que tenían sus pies se desvanecía mágicamente y se sintió caer.
Cada hilo de vértigo chocó contra él y de un momento a otro todo volvió a ser negro, pero ya no era la negrura manchada de colores animados por la presión de sus dedos, sino negrura de verdad, todo dió vueltas y se repentinamente comenzó a asfixiarse, sin tan siquiera poder abrir los ojos, en un cuerpo inherte, se sintió desvanecer con la sensación más desesperante del mundo.
Se mentiría si se dijese que Mónica no sintió el pánico cuando vió a un chico rodeado de sangre en medio del callejón, tapó sus labios y rodeó el cuerpo entre temblores. Intentó respirar y recordar que debería hacer, calmarse y no liarla. Dobló sus rodillas y en cuclillas pasó las yemas de sus dedos por el sudoroso rostro del joven, quitando algunos mechones de cabello. Su expresión de tranquilidad terminó por tranquilizarla a ella, aunque no duró mucho, ya que cuando pasó con delicadeza el dedo por el párpado este se abrió e impulsó a Mónica a irse de bruces al suelo.
—¿P-pero que? —habló sin aire desde su lugar en el frío asfalto, mientras el presunto "cadáver" abría los ojos perplejos y con rapidez se impulsaba a la esquina contraria del callejón, dirigiendo su mirada a la confundida de la fémina.
Sostuvieron la mirada por unos
segundos, luego ella empezó a balbucear incoherencias, y él estornudó, callandola al instante.
—¿Quien cojones eres? —frotó su nariz mientras hablaba y dirigía una mirada extrañada a Mónica.
— Pues, c-creo que no deberías ser precisamente tu quien l-lo pregunte —habló con voz trémula sintiendo que más que una pregunta razonable, era un atrevimiento —, digo, tu eres el chico cadáver que e-estaba en med-dio del callejón.
—¿Que quieres, mi nombre? —su voz tuvo un tono grutal inesperado que asustó a la pobre Mónica que de por si ya temblaba hasta con el sumido del viento.
—Po-podrias comenzar por ahí... digo... si es que q-quieres...
—Soy Agustín, ahora, creo que deberías...
—Mónica, mi nombre es Mónica —esta vez habló con más seguridad, por alguna razón que el desconocido, que ahora resultaba llamarse Agustín, le confiara su nombre, le bajaba barras a su miedo. —. ¿Que te ha pasado?
El rugido de un trueno le avisó a Mónica que un diluvio estaba por llegar, miró a Agustín, no sabía mucho sobre él pero no se veía lo suficientemente ubicado como para emprender un viaje con la amenaza de tormenta. Respiró profundo intentando no pensar en las cientos de películas criminalistas que había visto en las que la chica llevaba a un chico desconocido y este resultaba ser un asesino que la terminaba matando, tortuosa y lentamente.
—Va a llover... —habló —. Ven conmigo, te llevaré a mi casa.
—¿Tanta confianza con un desconocido, que no has visto películas? —cuestionó con sorna.
—Las he visto pero, no creo que quieras quedarte aquí, ¿me equívoco?
—Vale, tienes razón.
Mónica tomó el primer paso, se levantó y dudo en tenderle la mano, al final lo hizo y cuando el chico la tomó, supo que estaba asustado, ese era su don. No le haría daño.
Lo guió en silencio y con rapidez por las aceras mientras una espesa neblina comenzaba a caer. Doblaron la última esquina y llegaron a un complejo de edificios algo destartalados, no había vigilante y si alguno trabajaba ahí no estaba a la vista. Entraron y se encaminaron a un edificio blanco con un cartel de metal chapado que rezaba B-7; ya en la puerta, ella sacó un llavero de su bolsillo y eligió dentro de unas cuantas una llave oxidada por el tiempo, la insertó en la ranura, la giró y empujó la puerta con un sonido metálico.
—Al ascensor —señaló con la barbilla las puertas del mismo.
Entraron a este y Agustín no estaba muy seguro de que fuera especialmente estable, llegaron con una sacudida al piso 4, y Mónica bajó tranquilamente silbando una canción mientras se dirigía a una puerta de roble protegida con otra de barrotes blancos; abrió ambas y se pegó contra la primera invitando al chico a pasar.
—Bienvenido.