Flotaba en el vacío crepuscular.
Abrazados, el mentón de cada uno de ellos apoyado en el hombro del otro, girando alrededor de un eje común, en un giro interminable.
A su alrededor —no existía ni arriba ni abajo—, no había nada. Nada excepto el invisible aire que los empujaba hacia el centro de la esfera, hacia el sol oculto tras una nube de polvo.
Jack Cull abrazaba estrechamente a Phyllis Nilstrom, mientras miraba fijamente por encima del hombro de ella. Al cabo de un cierto tiempo, imposible de determinar con precisión en aquel momento donde el sol permanecía siempre fijo en el mismo lugar del cielo vio aparecer una pequeña mancha. Su corazón empezó a latir apresuradamente. Luego la mancha aumentó de tamaño. Cull comprendió que no se dirigía directamente hacia ellos. No era, como creyó al principió, uno de los despojos producidos por el cataclismo, un edificio, un árbol o la arrancada cúspide de una montaña. Su forma era la de un ser vivo, pero no tenía la menor semejanza con ninguna de las criaturas que había conocido Cull en aquel mundo.
El ser hizo un giro y cambió de dirección, obviamente porque había divisado a los dos seres humanos.
Se les acercó, y Cull adivinó que se trataba de uno de los miembros de la nueva especie, del tercero de los grupos llamados a poblar aquel mundo.
La vista de aquella monstruosa aparición no le aterró en absoluto. Había pasado últimamente por demasiadas pruebas como para poder sentir aún alguna emoción. Ni siquiera dedicó toda su atención a la extraña criatura, su pensamiento perseguía sin cesar la imagen de una Tierra que recordaba pero que jamás había visto, que durante un momento había esperado ver, pero que ahora sabía no podría ver jamás.
Y evocaba aquella época aún reciente en que los hombres medían el tiempo en función de sus períodos de sueño y de vela, cuando las circunstancias eran distintas. En aquella época, Cull, ignorando la verdad pero queriendo descubrirla, había conocido la esperanza. Pese a todas las pruebas que demostraban lo contrario, siempre se había negado a admitir que se encontraba en el Infierno. Ya que aquel mundo no era un mundo físico que obedeciera a leyes físicas… aunque algunas cosas fueran difícilmente explicables.
Ahora sabía que no se trataba de un mundo metafísico, que todas las cosas tenían su explicación, que cada elemento era gobernado según principios inmutables. El mismo principio de casualidad que regía en la Tierra era aplicable aquí.
Pero aquel otro lejano día, aquel día en que pensando, no habla estado tan seguro de todo ello.